“Putin crea un
califato ortodoxo”
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La premio Nobel de Literatura 2015
Svetlana Alexiévich asegura que “no hay personas buenas en una guerra”
Svetlana Alexiévich
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Cinco
grados bajo cero en Minsk, capital de la república independiente de
Bielorrusia. Brilla el sol de mediodía sobre los bloques de pisos de hormigón
de estilo soviético, que por la noche se iluminan de un modo hermoso que los
hace parecer naves espaciales. La entrada de uno de ellos, donde vive la
flamante premio Nobel de Literatura, la periodistaSvetlana
Alexiévich (Ivano-Frankivsk, Ucrania, 1948), tiene la pintura
desconchada y, en los dinteles, los cables eléctricos dibujan unas telarañas
inverosímiles. En el interior de la vivienda, una decoración austera y cálida,
con muebles de madera. La anfitriona, una resfriada Alexiévich –“con el frío,
me enfermo muy fácilmente”–, nos prepara un té en la cocina, desde cuya ventana
se observa el río Svisloch. “También lo veo desde mi estudio, mientras trabajo.
No cambiaré de casa si no sigo viendo el río, me trae la inspiración para mis
libros”.
Alexiévich
no quiere moverse nunca más de Minsk. Volvió a la ciudad hace un poco más de tres años,
tras doce de exilio en ciudades como Berlín, Gotemburgo o París, a causa de sus
escritos, muy críticos con el poder político, que provocaron un hostigamiento
oficial que la forzó a marcharse. Ahora, cuenta que, “como Alexánder
Lukashenko, el presidente bielorruso, necesita el dinero de Merkel y del FMI,
porque Putin ya no le da créditos, ha hecho algunos gestos de liberalización.
Pero sigue habiendo opositores desaparecidos, ejecuciones y falta de libertad.
Estamos bajo un autoritarismo”.
Cuando la secretaria permanente de la
Academia Sueca la llamó, el pasado 8 de octubre, para anunciarle que había
ganado el Nobel, ella estaba “planchando, la gente cree que esperaba
ansiosamente la noticia, pero no. Ya llevaba algunos años en las quinielas...
Acabé de planchar y di una rueda de prensa”.
Ante los otros Nobel que ha dado la
lengua rusa en la que ella escribe –Solzenitsin, Pasternak, Bunin, Sholojov–,
echa mano de una cita de Joseph Brodsky: “No soy tan idiota como para creer que
estoy a la altura de ellos”, y prosigue: “Son las cimas de nuestra literatura.
Pero en algo sí coincido: todos ellos, al obtener el Nobel, levantaron una ola
de odio en nuestra sociedad. Lo mismo ha empezado a sucederme a mí. La prensa
va llena de artículos donde dicen que se trata de una decisión política, que me
lo han dado por ser anti-Putin. Es cierto que no soporto a ese hombre. Rusia, bajo
su mando, hace lo mismo que en los tiempos de la URSS, practica una política
muy agresiva, contraria a los valores europeos, a los valores democráticos.
Putin no me felicitó, al contrario que el resto de los presidentes del
continente”.
Incluso
Lukashenko, ¿no?
Bueno, él se encontraba en plena
campaña electoral, con periodistas extranjeros delante, y tuvo unas palabras
amables hacia mí. Pero, luego, declaró: “Svetlana es un enemigo del país,
mancha nuestra imagen”. “Yo no critico a Bielorrusia, le critico a usted”,
repliqué. A Lukashenko no le hace falta un premio Nobel en el país, con toda la
autoridad que eso comporta, él es el rey absoluto, nadie debe hacerle sombra.
Mis libros ya se encuentran en librerías, pero eso es algo reciente.
El
lector de sus libros debe hacer pausas, a veces hay que apartarlos para
respirar o para llorar, porque la intensidad del dolor, la emoción que produce,
impide seguir leyendo. ¿Le pasa lo mismo cuando los escribe?
Claro. En el frente de Afganistán, por
ejemplo, un día me llamaron los comandantes del ejército ruso para mostrarme lo
que quedaba de los soldados que habían pisado una mina italiana. Fui a ver cómo
recogían sus restos con cucharilla para enviarlos a los parientes. Y me
desmayé. Hay que llorar escribiendo y escribir llorando.
Hay
algunas escenas que a uno le acompañan incluso en sueños: la mujer del bombero
infectado en Chernóbil cuya piel se cae a tiras, esa escena de la Segunda
Guerra Mundial en que a través del hueco en el pecho de un herido se ve cómo
late su corazón... ¿Lo dosifica?
No artificialmente, sólo trato de que
la gente piense en lo que ha sucedido de verdad. Pero mis libros no son de
terror, y además de horror y muerte también hay amor y alegría, pues en las
guerras y catástrofes todo se da de un modo intenso.
Bueno,
sus escenas de amor también hacen llorar bastante.
Es verdad, sí. Ahora estoy escribiendo
un libro sobre el amor, con el mismo método de siempre: hago centenares de
entrevistas, e incluyo tan sólo una pequeña parte de ellas, fragmentos
significativos.
Hitler
decía: “Rusia no combate según las reglas”.
Se refería a los partisanos, los
guerrilleros, que eran muy crueles y no tenían reglas. Los fascistas quemaban
pueblos enteros con su población dentro y, cuando los partisanos los atrapaban,
se aseguraban de que cada soldado alemán sufriera lo máximo que se puede
sufrir. No hay personas buenas en una guerra, cuando coges un arma dejas de ser
bueno, ese es el mensaje de todos mis libros.
Usted
no quiere hoy hacerse fotos porque está resfriada, parece una de las soldados
de su libro La guerra no tiene rostro de mujer, donde las combatientes muestran
insólitos gestos de coquetería en medio de la masacre...
Por favor, yo estoy muy enferma, no
compare... Pienso a veces en mi aspecto, sí. Por ejemplo, el 7 de diciembre,
cuando lea mi discurso en la Academia Sueca, ¿cómo vestirme? Voy a ir con un
traje pantalón, porque mi discurso va a golpear, su contenido es rudo y
violento, y no me parecería adecuado pronunciarlo con un vestido de gala apto
para bailar el vals.
¿Cuál
va a ser su mensaje en ese discurso?
Explicaré lo que he hecho en mi vida.
Narrar el imperio rojo, el imperio soviético, contar cómo la gente han sido
pequeñas partículas de ese imperio. La gente pequeña nunca fue importante,
fueron usados como instrumentos, nadie les preguntaba por sus ideas y
sentimientos. Lo tuve que hacer yo, en muchos casos por primera vez. Citaré al
poeta Shalámov, que estuvo en el gulag y dijo haber visto “la gran batalla por
la renovación del hombre, por el renacimiento del hombre”. Yo he sido cómplice
de todo eso, yo creí de joven en la URSS. Pero la única huella que dejaron los
bolcheviques son charcos de sangre. De eso escribo.
García
Márquez dijo que el autor de Relato de un náufrago era el náufrago que le contó
la historia, hasta el punto de que le cedió los derechos de autor durante
varios años. Ya que usted nunca ha escrito ni una línea de ficción, ¿este Nobel
es suyo o de sus entrevistados?
Es de todas las personas afectadas por
los desastres que narro: de las víctimas de Chernóbil, de las mujeres que
lucharon en la guerra, de los que aguantaron malos tratos porque creían en la
URSS...
Usted
ha creado un nuevo género: la novela coral, confeccionada a partir de
centenares de entrevistas. ¿Se da cuenta?
Me gustaría pensar eso, que es un nuevo
género. No es una simple narración y, aun siendo todo no ficción, está más
cerca de la literatura que de otra cosa, es una novela de voces. La vida fluye
de un modo que es imposible contarla desde una sola voz, hay que invitar a
mucha gente a la fiesta de contar lo que pasa. Cada voz aparece cortada, no
existe un narrador alfa, sólido, dominante, sólo la sucesión de voces
pequeñitas que crean un coro. Es una concentración de gran densidad en la que
el autor debe obrar con mucha delicadeza.
Usted
explica cómo la gente vuelve a llenar los templos durante las desgracias.
Una cosa fue Chernóbil o la caída del
comunismo, cuando buscábamos una nueva fe, porque éramos ateos y necesitábamos
dónde arrimarnos, algún consuelo. Pero ahora la gente va a las iglesias
ortodoxas en Rusia como consecuencia de la propaganda, que mezcla política y
religión. El régimen de Putin está histérico con la religiosidad, han
sustituido la fe por la propaganda. Las autoridades quieren crear un califato
ortodoxo. Hace muy poco estuve en Moscú y fui a la catedral, a misa. Vi mucha
policía, miembros de los antidisturbios, un gran follón. Pensé que debía de
haber un atentado pero me respondieron: “No, señora, vamos todos a la misa en
honor de las armas nucleares rusas”. ¿Se da cuenta? ¡Rezaban por las armas
nucleares rusas! Los policías, junto a los políticos y militares. Es asqueroso.
Luego, otro día, entro en un taxi y el conductor me pregunta: “¿Usted es
ortodoxa?”. “No”. “Pues lo siento, porque ha entrado usted en un taxi ortodoxo,
aquí ofrecemos nuestro servicio únicamente a los ortodoxos, le ruego que se
baje”. Por la noche, fui al teatro y me encontré un grupo de cosacos amenazando
con palos y vírgenes a los directores de la sala para que dejaran de representar
a Nabokov. Le hablo de hace unos pocos días. Es el hombre rojo, que sigue vivo
y que debemos extirpar.
¿Putin
apuesta por esas cosas?
¿Bromea? Él se ve como un zar, una
figura religiosa y política a la vez.